Hay un acontecimiento de mi infancia que tuvo profundas consecuencias en mi vida. Era una época en que la miseria se había abatido sobre nuestra casa.
¿Cuáles eran las causas?
Hoy día aún las ignoro.
Están escondidas con otros muchos recuerdos en el fondo de mi consciencia de hombre, para componer el entramado de esas miles de cosas que se agitan en nosotros y que se llaman pena, sufrimiento, estupor, desesperación.
Lo que me queda y resurge muchas veces, recordándome mis angustias de niño, es un pájaro muerto.
Era un periquito.
Lo habíamos recogido mi hermano y yo, una mañana después de misa, en la que hacía de monaguillo desde que tenía 5 años, en invierno y en verano, al final de la calle Brault, en ese lugar donde las crecidas del Maine, desbordando el agua por las alcantarillas, inundaba los jardines y los edificios bajos del Buen Pastor.
Ese pájaro, sin duda, se había escapado de una jaula.
Estaba herido y se había dejado coger sin luchar. Se había convertido en nuestro amigo sin demostraciones, de la misma forma que los pobres que reciben y no saben cómo comportarse para decir gracias.
Pero llegaron días en que todos éramos desgraciados. Mamá descuidaba nuestra casa, que, hasta ese momento, había defendido con todas sus fuerzas: «Ordena esto, ordena aquello, barre, aparta para que limpie la mesa…»
La única mesa, donde mamá preparaba las verduras, las comidas, colocaba la vajilla, ponía la mesa, donde hacíamos los deberes por la noche, donde leíamos, cosa que le ponía muy nerviosa: «Acaba de leer, que tenemos mucho trabajo.»
¡Pobre madre! Después de cenar los jueves poníamos los papeles de pitillos Zig-Zag en sus estuches de cartón para ganar juntos algo de dinero. ¿Será por eso que me da asco el tabaco y todo lo que tiene que ver con ello?
Pero, en esos días, ni siquiera hacíamos todavía ese trabajo.
Por la noche, nos quedábamos ahí, antes de ir a dormir, sin atrevernos a decir una palabra, como si nuestra voz fuese a provocar más catástrofes.
¿Íbamos todavía al colegio? No lo sé.
Me acuerdo solamente de mi hermano pequeño Martín, que no hacía más que llorar.
Me parecía que el tiempo se había parado para nosotros, que nada contaba ya. Estábamos como muertos. Sobrevivíamos día a día.
¿Cuánto tiempo duró?
Poco, sin duda, pero fue tan intenso y terrible, que el recuerdo tiene en mi memoria un sitio excepcionalmente grande.
Sí, quizás sólo duró algunos días. De lo contrario, como niños que éramos, hubiésemos reventado a pesar de todo, y hubiésemos escapado del sufrimiento de mamá. A lo mejor, no obstante, en algunos momentos escapamos.
Después, un día, el sol volvió a lucir en esa habitación donde vivíamos y que, incluso en verano, se oscurecía a las cuatro de la tarde.
¿Cómo lo vimos?
¿Fue por una palabra amable, un regalo, una buena noticia?
Ya no lo sé.
Pero el tiempo transcurría, de nuevo, de forma normal, la vida volvía dulcemente, todo volvía a ser como antes.
Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que el pájaro ya no cantaba. Mirábamos en silencio hacia esa jaula, a ese amigo hacia el que nos sentíamos culpables de negligencia.
¿Por qué le habíamos abandonado? ¿Era porque en esos tiempos de angustia, no nos podía aportar nada? ¿No sería más bien porque, cuando el dolor es demasiado grande, todo se para, el tiempo, los sentimientos, el buen Dios? «¡Si existiese! No, es mejor que no exista, porque tendríamos que maldecirle», me decía la Sra. Duburguois.
El pájaro estaba muerto.
Estaba muerto de hambre.
Para él, también la vida se había detenido, lo habíamos olvidado.
Como habíamos omitido lavarnos, comer, hablar, rezar.
Aparentemente, la hora de la desgracia había pasado, pero había que poner todo en su sitio. Hizo falta que mamá poco a poco volviese a tomar su papel de madre sin inquietudes, de madre segura.
Seres y cosas debían volver a ocupar su lugar. Las relaciones con los vecinos, las palabras que quizás nuestra madre había dicho de más, tuvo que retirarlas poco a poco.
Incluso de cara a sus hijos, los nerviosismos, las incomprensiones que habían nacido en esos días se tenían que olvidar.
Nosotros mismos volvimos al colegio, a la misa matinal.
Volvimos a nuestros Zig-Zag.
No teníamos que olvidar nuestras oraciones.
Teníamos que lavarnos y no desordenar la mesa. Teníamos que volver a crear la vida de ayer.
Pero, ¿es posible volver al pasado así, cuando circunstancias parecidas se dan muchas veces como es el caso de los pobres? ¿Cómo arrancar siempre de nuevo, después de parones en el tiempo cuyo símbolo ha quedado en mi memoria como ese pájaro muerto en el fondo de su jaula, las patitas encogidas en el aire, como si fuesen los signos tangibles de esas desgracias apenas cicatrizadas y ya resurgidas?
Cuando, continuamente, el tiempo se detiene bruscamente, y los acontecimientos dejan tan profundas marcas, ¿es posible juzgar las cosas y a los seres como todo el mundo, para atrapar el tiempo perdido, y poner todo en orden y en su sitio? ¿Es posible creer en un orden de vida, construir vida, vivir?
A menos de encontrar cerca grandes amores, no lo creo.
Escribiendo estas últimas palabras, no puedo evitar pensar en el Amor que Cristo ofreció a los desposeídos. Para que lo compartiesen con Él, se identificó con ellos, Él se hizo presente en su vida, Él participó de su condición.
Es así como Él, el Eterno, entró en lo temporal. También conoció ese tiempo que se interrumpe, se detiene por los dramas, las catástrofes, gracias a los ataques y golpes bajos, Él se identificó con los más pobres hasta que en el Gólgota, se convirtió en el primero entre los que sufren. Es en esa hora en la que el amor venció a la miseria y en la que los pobres entraron en la eternidad. Es por lo que, desde ahora, tanto en la tierra como en el cielo, Cristo no estará solo.
Acogerle, será acogerles a todos, ayudarle, será ayudarles a todos, amarle, será amarles a todos.
Amigos, seamos quienes seamos, proclamemos el amor. Sabemos que sólo Él creará un tiempo nuevo para los desgraciados, y, gracias a Él, jamás un solo hombre, ya viejo, olvidará que un día de desgracia, el tiempo se detuvo para él y los suyos, y que el signo de esa parada fue un pájaro muerto.