¿Tienen historia los pobres?

Jean Tonglet, «¿Tienen historia los pobres?», en Academia Universal de las Culturas, ¿Por qué recordar? (Foro Internacional de Paris [UNESCO/La Sorbonne] de 1998), Barcelona, Granica, 2002, pp. 53-55.

«El otro día volví a pasar por allí, pero ni siquiera reconocí el lugar donde estaban antes las chabolas, y tampoco el de la ciudad vieja. Y sin embargo, ¡cuantas lágrimas han mojado aquel suelo, cuantos sufrimientos han debido soportar cientos de familias en esos lugares! ¡Cuantos gritos han hendido el cielo! Exteriormente no hay nada que recuerde ese dolor; no se ha erigido ninguna columna, ningún monumento, ni siquiera una placa conmemorativa; sólo la carne de los hombres muestra las cicatrices.

Y sin embargo, en esos lugares la humanidad ha sufrido como en ninguna otra parte. Hemos visto a niños mendigando, cubiertos de oprobio.

Hemos sido testigos de grandes humillaciones. Hemos visto la arbitrariedad enseñorearse sin cortapisas. Hemos presenciado cómo legiones de pobres se han envilecido hasta morir de vergüenza. ¿Quién se enterará de esto? ¿Quién dará testimonio de ello? ¿Quién será el portavoz de esta porción de humanidad, reducida a un heroísmo sin gloria, porque no tiene nada que defender ni puede alegrarse de nada que no sea una humilde sonrisa o el humilde amor familiar, ignorado, incomprendido, ridiculizado muchas veces? Si no hubiéramos estado allí día a día, una de las páginas mas dolorosas de los pobres habría sido arrancada al libro de la historia de la humanidad.»

Este texto, escrito en 1972 por el padre Joseph Wresinski, fundador del movimiento ATD Cuarto Mundo, durante una estancia en Israel, me parece que trasunta lo que sigue siendo una preocupación permanente: dejar constancia del sufrimiento de los más pobres de todos los tiempos, de sus luchas, de sus esfuerzos titanicos por sustraerse a la fatalidad de la miseria. «Dejar constancia de lo ocurrido —como dice Paul Ricoeur— para saldar una deuda respecto a aquello que fue.»

El movimiento ATD Cuarto Mundo se formó con la finalidad específica de conservar la memoria y la historia de los más pobres, no por el mero afán de una historia que nos encierre en el pasado, sino porque pensamos que para afirmar su identidad, para encontrar su lugar en la comunidad humana, para ser capaces de expresarse entre los demás hombres, el pueblo de los miserables necesita tener su propia historia. ¿Tienen historia los pobres? El solo hecho de formular esta pregunta ¿no es ya una señal que confirma su exclusión de la sociedad? Hace poco nos preguntábamos, asimismo, si las mujeres, los negros o los indios tienen una historia. En lo que a nosotros respecta, los cuarenta años que el movimiento ha estado presente en los lugares de mayor miseria me han convencido de ello.

Encontrar el lugar de los más pobres en la historia no es cosa fácil. Los archivos hablan solamente de aquellos que han escrito, y los pobres han dejado pocos testimonios. Las investigaciones realizadas por algunos miembros del movimiento han resultado particularmente arduas. Cuatro años de trabajo necesitó Marie-Claire Morel para encontrar en los archivos de su región el testimonio de quienes han sido siempre la contrapartida ausente de la historia. Nadie ha escrito sobre lo que ellos piensan, lo que dicen, la manera como algunos han logrado escapar a su condición e integrarse en el mundo obrero.

Fue preciso buscar las huellas de su historia en los archivos policiales, en las de los servicios sociales e instituciones de beneficencia, en los registros de las parroquias donde estaban inscritos, salvo en el caso de aquellos que ya conocían la vagancia. A través de esta clase de documentos descubrimos el juicio que la demás gente siempre ha tenido sobre las más pobres, conforme al cual no son más que unos ociosos, holgazanes, gente peligrosa, violenta, «malos pobres», padres indignos. Se cita en ellos a los pobres como testigos involuntarios, testigos «de cargo», en la mayoría de las casos.

La ausencia de los más pobres o su presencia solo en la crónica del crimen, genera una memoria negativa. La memoria colectiva no toma noticia de ellos sino, en el mejor de los casos, como seres necesitados, a los que es preciso ayudar, sin reconocer ninguna contribución positiva a la humanidad, a la construcción de una sociedad. Nada se espera de ellos, porque a su respecto no se escucha más que estereotipos. «Los ricos han dejado caer una cortina sobre la pobreza, y sobre esa cortina han pintado unos monstruos», escribe hacia fines del siglo XIX William Booth, el fundador del Ejército de Salvación.

Para permitir a los más pobres una existencia distinta de aquella en que los sumerge la memoria colectiva, que los caricaturiza y reduce a sus carencias, e incluso a sus horrores, las voluntarios del movimiento ATD Cuarto Mundo se han convertido en sus cronistas, consignando día tras día lo que observan y descubren en los pobres en su vida cotidiana, recogiendo y provocando testimonios, el relato de sus vidas; crónicas que crean la ocasión que permite a los más pobres volver a tomar posesión de su historia. Me viene a la memoria el recuerdo de un hombre de unos cuarenta años, que vivía en una de las grandes urbes occidentales y se encontraba sin trabajo desde hacía tiempo. Todo el mundo se refería a él como un bueno para nada, que nunca había trabajado, e incluso él se veía a sí mismo de ese modo, repitiendo la opinión de las demás.

Pues bien, una Universidad popular, a instancias del movimiento ATD Cuarto Mundo, se propuso reconstituir su historia laboral. Gracias a dicha investigación, nuestro amigo descubrió que había comenzado a trabajar a los trece años corno minero, y que después había realizado los trabajos más pesados e ingratos para un sinnúmero de empleadores, de manera que si ahora, a los cuarenta años, ya no trabajaba y vivía de una pensión de invalidez, era porque tenía tras sí una larga historia de duro trabajo. Se había desgastado prematuramente, pero era, sobre todo, un trabajador.

Numerosas historias como ésta, individuales y familiares no constituyen aún la historia colectiva de lo que el padre Joseph llamó el «pueblo del cuarto mundo». Pero el material acumulado y las investigaciones llevadas a cabo en los archivos, nos han permitido llamar la atención sobre esta realidad colectiva. Es posible reconstituir toda una comunidad a través de los testimonios individuales de hombres y mujeres que han vivido en los mismos lugares, han pertenecido a las mismas instituciones y pasado por las mismas experiencias, pero esa reconstitución también es posible a través de la actitud que el resto de la sociedad ha mantenido frente a ellos desde hace siglos, como lo demuestra la aprobación de ordenanzas contra la mendicidad en numerosas villas y comunas de Francia, o la «expulsión de los inútiles» del principado de Lieja, en 1492.

Nuestra intuición se ha visto confirmada por los trabajos de muchos historiadores que se orientaron en el mismo sentido, como los del recientemente desaparecido Michel Mollat, de Bronislav Geremek, Philippe Joutard y Arlette Farge, por citar sólo algunos.

En 1968, durante tales investigaciones, dimos por casualidad con un texto que había de ser decisivo para nuestro movimiento: se trataba de los «Cuadernos de quejas del Cuarto Estado, la sagrada orden de los infortunados, de los pobres y los jornaleros». Un ingeniero del Ayuntamiento de París, Dufourny de Villiers, que por sus actividades profesionales había descubierto la brutalidad de las condiciones de vida de los más pobres, abogaba para que éstos tuvieran representación en los Estados Generales, junto a los otros tres estamentos tradicionales. Cuarto Estado en Francia, «Vierde Stand» en los Países Bajos austriacos, «Cuarto Stato» en Italia, los más pobres emergían de la historia, aunque muy pronto su voz se apagó nuevamente.

Nuestras sociedades guardan silencio respecto a la vida, los sufrimientos, los actos de resistencia de los más pobres. Estos desaparecen de la escena sin dejar rastro. En otro de sus trabajos, publicado poco antes de su muerte, el padre Joseph Wresinski escribió:

«Los más pobres nos lo dicen a menudo: no es sólo tener hambre o no saber leer, ni siquiera el no tener trabajo, que es la peor desgracia que le puede ocurrir al hombre; lo más terrible de todo es saber que uno no cuenta para nada, hasta el punto de que se ignora incluso nuestro sufrimiento. Lo peor es el desprecio de nuestros conciudadanos. Porque es ese desprecio el que nos deja al margen de todo derecho, lo que hace que la gente nos rechace, lo que nos impide ser reconocidos como dignos y capaces de responsabilidades. La mayor desgracia de la extrema pobreza es la de ser una especie de muertos vivientes durante toda nuestra existencia.»

Cómo no pensar en lo que escribía Hannah Arendt al evocar la «desgraciada coyuntura en que están insertos los pobres, quienes aún habiendo asegurado su subsistencia, llevan una vida carente de interés y sin derecho a participar en la vida pública, que es donde puede salir a la luz el mérito; condenados a permanecer en la sombra dondequiera que vayan». Y más adelante, después de reafirmar «la convicción de que la verdadera lacra de la pobreza, más que la miseria misma, es esa oscuridad», habla incluso de «aquellos con sus vidas desgarradas, a los que la Historia agrega el insulto del olvido».

Precisamente con la finalidad de reparar ese insulto, el padre Joseph creó en 1987, en la Explanada de los Derechos Humanos de la Plaza del Trocadero, el primer monumento conmemorativo de las víctimas del hambre, la violencia y la ignorancia, que consiste en la Lápida conmemorativa de las víctimas de la miseria, alrededor de la cual nos reunimos el 17 de octubre de cada año, con ocasión de lo que se ha convertido en el Día mundial del rechazo a la miseria.

Dicha lápida es el punto de partida de una nueva historia, que reconoce a los más pobres como los primeros defensores de los derechos humanos. Porque los pobres tienen una historia, pertenecen a una historia y hacen historia en la medida en que los reconozcamos como actores en la construcción de nuestro futuro común.

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